domingo, 14 de enero de 2018

El destino...

Era una calurosa mañana de primavera y aquel chaval paseaba por las calles de su ciudad. Iba solo, fijándose en cada detalle, recordando cada momento de su infancia, aquella infancia que ya se había acabado. Recordaba cuando su felicidad era explotar pompas de jabón con los demás niños, observar los patos en la laguna o los caballos de los cocheros en los alrededores de la giralda, aquellos caballos que al ser tan pequeño le asustaban y le parecían enormes, pero le llamaban la atención.

Su felicidad era explotar pompas de jabón...
...observar los patos en la laguna...
...o los caballos en los alrededores de la giralda...
El olor del cigarro del cochero era el mismo que hacía unos años atrás, pero todo había cambiado. Paseaba por sus calles como siempre lo había hecho, pero aquella mañana se sentía un extraño en su ciudad. Caminaba rápido, sin pensar por donde iba exactamente, agolpando recuerdos que le quitaran de la mente aquel pensamiento que le aprisionaba el pecho, pero la tensión la tenía la propia Sevilla.

El olor del cigarro del cochero era el mismo...
Seguía caminando, con decisión, una decisión falsa que no tenía ahora que se lo planteaba todo. Se sentía observado. Un hombre se giró al verle y se le quedó mirando, serio pero asombrado. Más adelante una señora lo vio, le quitó la mirada nerviosa y se hizo la despistada. Todo el mundo lo sabía. 

Un hombre se giró al verle y se le quedó mirando, serio...
...una señora lo vio, le quitó la mirada nerviosa y se hizo la despistada...
Una mujer intentó pararle para hacerse una foto con él, pero no pudo. Iba rápido. Conocía cada calle al milímetro, cada baldosa, cada árbol, cada puerta, pero iba perdido ¿Habría decidido bien? Entonces vio a un pobre buscando monedas en el fondo de un vaso y se acordó de su familia. Recordó cuando su madre, aquella mujer tan artista, bailaba por los tablaos flamencos de Sevilla para que él pudiese ir a la escuela. Se acordó de su abuelo, aquel hombre de campo que asaba castañas en el centro para poder llevar algo de dinero a su casa cuando él apenas era un niño y se dedicaba a jugar a los toros con los paños de cocina.

Entonces vio a un pobre buscando monedas en el fondo de un vaso...
...se acordó del arte de su madre...
...y del trabajo de su abuelo...
Sin darse cuenta había llegado a la plaza. Había mucha expectación. Colas para coger las buenas entradas de sombra. Comentarios de él y de sus compañeros de cartel, de los toros, de la ganadería, de la tarde, del viento... Pero intentó hacerse el despistado. Se acercó a la Puerta del Príncipe intentando que nadie lo viese, la tocó con los dedos y pensó, ahora si decidido, que por su madre, por su abuelo y por toda su familia la tenía que abrir aquella tarde de su alternativa. Estaba cerrada a cal y canto, pero aquella sería la tarde de su vida y lo tenía que dar todo. Se acercó más a aquella gran puerta y por una pequeña rendija pudo ver la plaza, su plaza. Apenas veía nada, pero cerrando un ojo y haciendo un esfuerzo pudo ver de lejos el ruedo y al fondo, los toriles ¿Qué le esperaría allí dentro? ¿Qué le depararía su suerte? 

Sin darse cuenta había llegado a la plaza...
...había colas para coger las mejores entradas de sombra...
...se acercó a la Puerta del Príncipe y la tocó...
...y tras una rendija pudo ver el ruedo y al fondo, los toriles...
Y allí, en aquellos toriles, otro hombre aguardaba la llegada de la tarde con nerviosismo. Él ya no era un chaval. Había pasado muchas penas durante toda su vida, días de frío y lluvias, días de verano y calor, pero aquello ya se terminaba. Era la última corrida que llevaba como mayoral y parecía que era la primera. Repasaba su libreta y las notas de aquellos toros que serían los últimos. Se las sabía de memoria pero intentaba matar el tiempo pasando páginas y fumando cigarros. Estaba sentando en una silla, solo, en silencio, encima de los toriles donde esperaban sus toros ya enchiquerados. 

Intentaba matar el tiempo pasando páginas y fumando cigarros...
En aquella habitación húmeda y en penumbra, solo se escuchaba la respiración o el movimiento de los toros, las páginas al pasar la libreta o el chasquido del mechero al encender cada cigarro. Pasaba y pasaba hojas casi sin sentido, no podía leerlas, sus pensamientos no le dejaban. Se jubilaba y su vida cambiaría por completo, pero no podía pensar en eso. Solo pensaba en aquel toro ensabanado, el que sería el toro de la alternativa, el primero en salir aquella tarde. Aquel siempre fue un toro especial. Se acordaba de que cuando nació, estuvo tres días buscándolo porque no lo encontraba. Su madre lo escondía por las laderas que rodeaban a aquel castillo y fue imposible encontrarlo hasta que él no quiso salir. 

En aquella habitación húmeda y en penumbra...
...solo pensaba en aquel toro ensabanado...
...recordó que estuvo tres días buscándolo...
...su madre lo escondía por las laderas que rodeaban aquel castillo...
...y fue imposible encontrarlo hasta que él no quiso salir...
También recordaba cuando lo herró. Número 32, guarismo 1. Sabía que sería la última camada que vería lidiar y herrando aquel becerro parecía que se iniciaba la cuenta atrás. Después de herrarlo, al contrario que todos sus hermanos, se volvió arrancado al perro y embistió contra todo demostrando su bravura o, al menos, igual que hizo cuando nació, que era diferente a los demás. 

También recordaba cuando lo herró...
...y después al contrario que sus hermanos...
...se volvió arrancado al perro y embistió contra todo...
De utrero cuando él iba a caballo a verlos al monte, era el que mandaba y guiaba a los demás hacia la espesura, a donde nadie lo viese. Ya cuando era un toro, el mayoral solía pasear por la tarde por los cerrados y siempre lo miraba de una forma distinta, como si guardase algo especial dentro de él. Había cambiado mucho y se había convertido en un toro muy serio, pero su carácter seguía siendo el mismo. Solo con su presencia aquel toro se cabreaba. Clavaba los pitones en la arena y berreaba mirándole a los ojos, como si quisiese decirle algo. 

De utrero era el que mandaba y guiaba a los demás hacia la espesura...
...y de toro, cuando el mayoral paseaba por la tarde por los cerrados...
...lo miraba de una forma distinta, como si guardase algo especial...
...había cambiado mucho, pero su carácter seguía siendo el mismo...
...se cabreaba...
...clavaba los pitones en la arena...
...y le berreaba mirándole a los ojos...
Se levantó de la silla y se acercó al chiquero. Allí debajo estaba aquel toro ensabanado. La próxima vez que lo viese sería saliendo a la plaza. La respiración del toro parecía acelerarse, como si supiese que aquel hombre estaba allí. Nervioso y tenso el mayoral salió de los chiqueros y se asomó a la plaza. 

La Maestranza lucía esplendorosa, sola, en silencio, callada. Había llevado muchas corridas allí, pero aquella plaza le seguía impresionando. Se acercó a uno de los burladeros y observó las cornadas y derrotes de cientos de toros. La huella de la bravura en un trozo de madera. Pasó la mano por uno de los derrotes y notó un tacto áspero, la aspereza tan misteriosa del toro bravo. Salió hasta el tercio y miró el reloj. Era la hora de irse a comer. La tarde se acercaba. 

La Maestranza lucía esplendorosa, sola, en silencio, callada...
...sintió la huella de la bravura en un trozo de madera...
...y miró el reloj, era hora de irse...
Pasadas unas horas aquel chaval estaba tirado en la cama, mirando al techo, con los ojos abiertos. Intentó descansar un poco, pero era imposible. Faltaba poco para la tarde de su vida. Pensaba en como sería el toro, en el éxito, en el fracaso, en la tragedia, en los muletazos... Un sinfín de pensamientos daban vueltas en su cabeza. Estaba nervioso, sudando. Por momentos seguro de si mismo, por momentos planteándose que hacía allí. Entonces la suave melodía de una guitarra entró por la ventana y mirando su vestido, preparado en la silla esperando el momento de vestirse, se quedó dormido...

Pensaba en como sería el toro...
...en el éxito...
...en el fracaso...
...en la tragedia...
...en los muletazos...
...y mirando el vestido, se quedó dormido...
Aquel hombre se levantó de la cama. La algarabía de la gente se notaba ya en los alrededores de la plaza. Pausadamente se puso el vestido de corto por última vez. Las calzonas, los caireles, el pañuelo. El tacto de aquel pañuelo que le regaló su mujer muchos años atrás y que siempre le acompañó en las corridas de toros. El último nudo en la cintura. La chaquetilla y tras mirarse en el espejo, el sombrero. El mismo sombrero que se llevó el viento aquel día de tentadero de machos cuando llevaba en la cola de su caballo a uno de los toros que hoy se enfrentaban a su destino. Pasó por los chiqueros, respiró el olor a toro y se fue para la plaza. 

El mismo sombrero que se llevó el viento aquel día...
...que llevaba en la cola de su caballo a unos de los toros que se enfrentarían a su destino...
El torero llegaba a la plaza y la gente le aclamaba. Le tocaban como a un dios, se hacían cientos de fotos con él y le deseaban la suerte que tanta falta le hacía. Él ponía buena cara pero estaba metido en su pensamiento. Entró en la plaza y se fue directamente a la capilla. Allí, en la soledad, rezó pidiendo que no fuese la última vez. Se acordó de su Virgen, le hizo una promesa y salió hacia el patio de cuadrillas. 

Le tocaban como a un dios...
...se fue a la capilla...
...y le hizo una promesa a su Virgen...
Se respiraba ilusión en una tarde que prometía y el público iba llenando la plaza. Los comentarios se sucedían y la tensión aumentaba. Comenzó el paseillo y la Maestranza rompió con una ovación. Tras el paseillo, el tacto del capote. Unos lances al viento, sintiendo los vuelos, el mentón encajado en el pecho. No quería mirar al tendido. Allí estaría aquel hombre serio, la señora despistada y la mujer de la foto.  

Unos lances al viento...
Sonaron los clarines y se hizo el silencio en la plaza. El mayoral y su responsabilidad esperaban sentados observando debajo de su sombrero. Aquel chaval detrás del burladero y de sus miedos, esperaba torero tras su capote. La gente expectante. Entonces un arpón, la divisa sobre un toro blanco. El primer hilo de sangre. Un pasillo estrecho, oscuro y al fondo, una luz. La luz del destino. Galopaba el toro hacia la plaza buscando su fin, el destino de un toro especial que con su bravura cambiaría el destino de dos vidas, la de su mayoral y la de un chaval que quería ser torero y se acordaría de él para siempre. El toro pisó el albero, escuchó el murmullo del publico y se giró. Miró al mayoral como tantas tardes había hecho, diciéndole que la cuenta atrás se había acabado. El torero pisó el albero y lo miró a él, que allí estaba con su gorrilla orgulloso de su nieto. Se acabaron las castañas pareció decirle. Y entonces aquel chaval y aquel toro blanco se fundieron para siempre en el primer lance...